Los talleres literario me tienen podrido. Uno de cada cinco asistentes escribe cosas buenas. En general es un hombre, lo sabe y esta ahí para levantarse minitas. De los cuatro que quedan, uno es otro hombre pero es un desastre y está ahí porque quiere vencer su miedo a hablar en público. Las otras tres son mujeres. Dos viejas que empezaron a escribir a los cincuenta, al mismo tiempo que se separaron. Están convencidas de que esto es parte de las cosas que tienen patra reclamarle a sus ex-maridos. De lo que que sacrificaron por su matrimonio. Que tal vez, quizás, no sé, yo hubiera podido ser buena en esto.
La otra es una chica joven. No es ni mala ni buena, pero siempre fue la gordi de la clase. Ni muy buena, ni muy bagre. Intrascendente. Lo que la hace muy peligrosa. Una mujer linda, a fuerza de ser bombardeada de propuestas masculinas de mayor o menor seriedad o atractivo, finalmente termina con ciertos kilometros recorridos y se maneja criteriosamente en los temas relacionados con los hombres. La gordi, por inexperiencia, al primer beso reclama atención, exclusividad y prebendas ilegítimas que la hacen caer en un círculo vicioso que espanta a los hombres aún más.
Podría haber otra mujer, la que está buena, pero que a fuerza de jipismo y mala poesía logra hacernos olvidar de sus tetas y nos hace preferir a la gordi.
En resumen, los talleres literarios son un desperdicio. Estaría tan bueno leer cuentos rodeado de gente linda. Pero parece que hay una incompatibilidad entre el sexo y la lectura de Borges.
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