Durante la
década del ’80 hubo cambios radicales al consenso sobre cómo vemos el mudo.
Pasamos de una visión en la cual el Estado estaba a cargo de proveer salud,
educación, justicia, seguridad, infraestructura y manejo de los bienes comunes
a una en la cual el estado es reducido a su mínima expresión, en muchos casos
dejándole la responsabilidad de manejar con recursos escasos aquellas áreas que
no son rentables para ser privatizadas. Sin entrar en detalles sobre lo
correcto o incorrecto de este modelo, una de las consecuencias inevitables que
generó fue la aparición de organizaciones supranacionales de gran tamaño (en
muchos casos si fueran países serían superpotencias) que no responden
necesariamente a ninguna autoridad específica.
Para
decirlo en otras palabras, muchas de estas corporaciones tienen estructuras tan
complejas que autoridades regionales como la Unión Europea sólo tienen
jurisdicción sobre una pequeña parte de sus negocios.
Dentro de
este grupo, la FIFA es una institución pionera. Repetidas veces hemos
presenciado denuncias de corrupción contra sus funcionarios y la misma cantidad de
veces hemos escuchado la respuesta de la FIFA: si una federación nacional es
intervenida por la justicia local, esa federación queda automáticamente
desafiliada.
Suena
lógico pensar que FIFA tiene el derecho de desafiliar a quien considere
apropiado, pero esta pastilla de cianuro también es el arma de negociación a
través de la cual se mantiene alejada de la justicia ordinaria. Nadie quiere poner
energía en limpiar una federación que automáticamente (y debido a eso) va a perder
todo su valor económico.
De alguna
manera, FIFA logró llevar al máximo imaginable el mundo por el que lucharon Thatcher y Reagan: una empresa privada que no paga impuestos, dice no
tener fines de lucro, pero genera ganancias multimillonarias para sus
directivos, dicta leyes en los países donde participa y cuyos miembros no están
sujetos a ninguna ley local. El paraíso del neoliberalismo.
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