Se dice que cuando estamos a punto de morir nuestra vida completa pasa frente a nosotros en un segundo. De una manera análoga, en el instante en que decidimos hablarle a una mujer extraña, frente a nosotros pasan todos los mundos posibles que esa primera palabra crucial puede desencadenar.
De la frase que elijamos para ese instante definitivo va a depender nuestro futuro, el de ella y, de alguna forma, el de todo el resto del mundo.
¿Encontraremos la palabra correcta que haga que ella se transforme en nuestra amante?
¿Será el comienzo de un romance innecesario o doloroso?
¿Cometeremos el error de enamorar a la mujer que finalmente nos hará infelices?
¿O vacilaremos y nos mostraremos indecisos y torpes, perdiendo la única oportunidad de conocer a quien nos pudiera haber hecho feliz?
Enfrentar a una mujer por primera vez es el momento definitivo de millones de mundos posibles. En ese instante somos Dios y del verbo que pronunciemos dependerá el mundo que creemos. El mundo será distinto después de esta palabra.
Entonces, pensando en esto, nos paramos de la mesa y, sin mirar a la mujer que ignorante de su protagonismo en la historia de la humanidad sigue concentrada en su trago, caminamos hacia la puerta de salida del bar. No estamos listos para tanta responsabilidad.
Detrás de la barra, el Dios Voyeur nos ve salir, se sonríe y se sirve otro whisky.
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